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"Educar... hermosa palabra que algunos utilizan para instruir al rebaño y que pocos utilizan para inspirar"


5/1/08

Blanca la Solitaria

Cuando Blanca la Solitaria le pidió a su masculina madre que describiera su más remota infancia, ésta, titubeó demasiado antes de responder en plena cena. Era una pregunta fuera de los temas recurrentes en esas situaciones; se permitía hablar de cómo preparar las zanahorias en la olla o qué endulzantes para diabéticos no se volvían amargos después de medianoche, pero jamás, jamás se hablaba del pasado. Aún así su madre respondió vagamente. La describió como una niña extremadamente pálida, salvo cuando se avergonzaba de los únicos cuatro cabellos negros sobre su cabeza, que desde recién arrojada al mundo había tenido. Sus abuelos y tíos creyeron que con el tiempo crecerían muchos más como era de esperar, pero sin duda eso jamás ocurrió. A los seis fue una niña inquieta y sociable como cualquier otro niño, excepto que jamás tocaba lo que le causaba curiosidad, dedicándose días completos a observar con las manos tomadas y en silencio lo que llamaba su atención, como si esperase alguna clase de respuesta de objetos inmóviles que jamás le hablarían.

La acomplejaban sus cuatro cabellos delgados y sin gracia, tanto como para encerrarse tardes enteras en su cuarto a probarse frente al espejo cuanta peluca encontrara y que pareciese resaltar su belleza, por inexistente que fuese. Así transcurrió una infancia difícil de recordar y al mismo tiempo muy desagradable. Una noche, terminado el plato de sesos que cada martes preparaba su abuela materna, se dirigió al baño conteniendo a tiempo un vómito verde y sin ninguna clase de olor que finalmente lanzó al retrete. Acabó por limpiar su nariz, su boca y dejar todo en orden. Enseguida se dirigió a su cuarto, se sentó sobre la silla de dos patas y con la mejor navaja que tenía cortó las venas más importantes del cuello y sus muñecas. Vació toda su sangre a un frasco sin olvidar una sola gota. Pensó de inmediato que ahora sería imposible avergonzarse cada vez que se burlaran de sus cuatro cabellos negros, de su delgadez, de su baja estatura y su nariz respingada.

Pálida y sin sangre, tomó una sábana blanca de su alcoba y se cubrió por completo abrazando aún el recipiente que contenía su sangre caliente. Se levantó, abrió la puerta de su cuarto, avanzó por el corredor hasta la puerta principal de su casa y allí se despidió impertérrita de la familia, cerró la puerta y todos en la mesa se miraron unos a otros consternados por aquel escenario, hasta que la abuela de Blanca la Solitaria preguntó si la cena del día siguiente sería lengua de vaca o piel de cerdo.

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